Por Rodrigo Arias Camacho. Rector de la UNED.
El año 2020 sigue siendo extremadamente complejo de enfrentar para todos los países. En Costa Rica, el auge de contagios durante la llamada “segunda ola” de esta enfermedad, ha denotado las grandes asimetrías con las que estábamos acostumbrados a convivir; sin ponerle mayor importancia a las condiciones muchas veces “infra humanas” en las debían “vivir” muchas personas en nuestros barrios más populosos, así como en zonas eminentemente agrícolas.
Comenzó esta ola con el aumento de contagios a presentarse en la zona norte del país, ante todo alrededor de pueblos dedicados al cultivo de productos agropecuarios, cuya cosecha es recolectada desde hace muchos años por inmigrantes provenientes del país del norte. Personas que, movidas por la necesidad ante las crisis económicas o políticas que constantemente sufren, habían encontrado en la actividad de recolección de cosechas al norte de Costa Rica, la forma de obtener ingresos para sobrevivir y poder enviar remesas a sus familiares.
No importaba mucho su estatus migratorio, ni las condiciones de vida que se les ofreciera o el incumplimiento de las normas esenciales que contiene nuestro código de trabajo. Las empresas necesitaban de esta mano de obra y las personas requerían del trabajo, las leyes de la oferta y la demanda operaban a la vista de todo el mundo. Todo parecía normal (antigua normalidad antes de COVID-19), pero vino la pandemia y desnudó esa cruda realidad y aparecieron los casos positivos de manera creciente que obligaron a las autoridades de salud y trabajo a intervenir para regular y hasta cerrar empresas. Esperemos que la nueva normalidad después de esta crisis, comprometa al Estado y a las empresas contratantes que tantas ganancias obtienen, a superar esas condiciones en las que trabajan y viven tantas personas.
Similar situación vimos en los alrededores de la capital y centros urbanos. Así como sucedió en las empresas de la zona norte, también comenzaron a proliferar los contagios en los barrios capitalinos y de otros cantones con alta densidad de población y diversos problemas sociales sin resolver. Aquí también nos dimos cuenta de la normalidad a la que estábamos acostumbrados y no dábamos la importancia que amerita la situación.
Miles de personas trabajadoras, tanto nacionales como extranjeras, están “adaptadas” a vivir en condiciones deplorables, apenas sobreviviendo, sin una vivienda digna donde descansar adecuadamente después de extensas jornadas laborales. Esas condiciones de sus domicilios (si es que las cuarterías pueden recibir este nombre), son incompatibles con la necesidad de aislamiento o distanciamiento social que demanda la pandemia para aplanar la curva de contagios. Aquí también nos encontramos con una alarmante desigualdad social a la que realmente no poníamos atención, pero que la pandemia saca a la superficie y obliga a actuar por necesidad y protección de todos los habitantes. De lo contrario, si no fuera por este peligro para el resto de la población, probablemente todo seguiría igual sin darles mayor importancia.
Muchas empresas y empresarios se han aprovechado de estas condiciones a lo largo de las décadas; no ha interesado mejorar las condiciones de vida de estas personas trabajadoras; no ha habido solidaridad social, solo ha importado el cumplimiento de sus labores en el mercado de trabajo donde la mano de obra, se trata como una mercancía más.
Se ha partido de la premisa de que la obligación de mejorar sus condiciones de vida corresponde al Estado, las empresas cumplen su cometido dando trabajo formal o informal, incluso contraviniendo las normas de trabajo establecidas en el país para todas las personas trabajadoras; el resto es obligación de un Estado al que, por otro lado, se le critica constantemente y se cuestiona la inversión en todos sus proyectos sociales.
La pandemia de COVID-19 nos muestra a la cara las grandes desigualdades en el acceso a los beneficios del desarrollo. Nos muestra las asimetrías que se consolidan, a las que nos acostumbramos a fuerza de convivir con ellas. Ante esta realidad, necesitamos una nueva normalidad, término venido en boga que indica que hay mucho por cambiar. Entre estas situaciones que deben evolucionar hacia un mayor respeto de la dignidad de las personas, está sin duda la ineludible tarea de trabajar a favor de alcanzar mayor equidad y mejor distribución de la riqueza, para que cada persona en nuestro país, aspire al pleno reconocimiento de su dignidad individual y colectiva.
En esta magna labor, la educación en general y la educación a distancia de manera especial y por consiguiente la UNED, tienen el gran compromiso de abrir nuevas e innovadoras oportunidades para que cada persona, tenga la oportunidad de formarse, capacitarse, educarse en los distintos campos del conocimiento y sea, a partir del acceso a la educación de calidad, que puedan forjarse muchas alternativas para transitar por mejores senderos para cada persona en nuestro país.
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